Hace
Muchos años atrás oí sobre la Fundación La Manuelita, ya que un gran amigo
pertenece a una de las familias que han heredado y recibido el manejo de esta
institución a través de tres diferentes generaciones.
Desde
que Alejandro me contó de La Manuelita, en nuestra época de la Universidad, me
llamo mucho la atención y pensé que algún día me gustaría conocerla. Han pasado
ya casi más de diez años desde que me enteré de su existencia, pero La Manuelita lleva más de cien años
pues fue fundada en 1.915.
El
gran corazón de una bella familia, quienes con su entrega y amor han logrado
que los abuelitos y adultos mayores puedan vivir dignamente en un espacio lleno
de luz, paz y alegría, en unas bellas instalaciones en Cajicá, en las afueras
de Bogotá.
Coincidencialmente
mi hija mayor estaba recaudando dinero para otra fundación que fue de visita en
su colegio y ella en sus escasos cinco años de edad me dijo: “mama yo quiero
ayudar a los viejitos, quiero servirles su comida”. Inmediatamente me acorde de
mi amigo Alejandro y de su familia. Lo llamé, acorde una cita para ir a conocer
la sede de La Manuelita, junto con mi hija.
Desde
que entré a la Fundación percibí el amor y la dedicación de esta familia y sus
funcionarios, quienes entregan su tiempo y su corazón a algunos adultos mayores
que no cuentan con la suerte de tener algún familiar que los pueda socorrer, ya sea por
falta de tiempo o por falta de dinero, o en otra ocasiones por ambas razones.
La
sede cuenta con unas instalaciones impecables y
un aseo sobresaliente. Cada inquilino cuenta con su propio cuarto y
tienen áreas comunes para recreación, comedor, iglesia, zonas verdes, primeros
auxilios, baños y duchas con las adecuaciones necesarias.
Durante
una mañana tuve la oportunidad de conocer esta fundación y que mi hija viera un
poco la realidad en que terminan muchos adultos mayores. Al terminar la visita pregunté
en qué podíamos ayudar y la persona encargada me comento que estaba buscando
alguien voluntario para hacerles alguna actividad de recreo, baile o ejercicio,
donde pudieran mover y ejercitar un poco su cuerpo y salir de su cotidianidad.
Lo único que dije fue: Ok. Déjenme pensar.
Manejando
de vuelta para Bogotá, en un interminable trancón en la autopista no dejé de
preguntarme ¿Cómo lo puedo hacer? No me siento en la capacidad de dictar yo una
clase porque no se medir el alcance de los abuelos. De corazón me encantaría
ponerlos a bailar y contagiarlos de felicidad, pero no se hacerlo….
Días
después mi instructora y gran amiga, accedió apoyarme para dictarles unas
clases a los residentes de La Manuelita. Ella con conocimiento técnico del
cuerpo del ser humano, de las capacidades o incapacidades de los adultos
mayores y su gran corazón de servicio ha permitido que esta idea se lleve a
cabo y me ha permitido a mí vivir y
sentir mi lado humano y compasivo por los demás.
A
pesar del tráfico, la distancia, el horario apretado de la instructora y demás
inconvenientes que se puedan presentar, las dos disfrutamos este servicio o
ayuda que podemos brindar.
Ver
de cerca la fragilidad del ser humano me resulta devastador. Pero detrás de ese
dolor que siento, descubro que se esconde un miedo a estar ahí, a sentirme no
capaz de valerme por mi misma y muchos detalles más que acompañan la vejez, que
muy en el fondo de mi corazón no quiero vivir.
Cada
visita a La Manuelita es una montaña rusa de emociones, pero la alegría de
ellos, su disfrute de la música y el baile, su agradecimiento por la clase y
por el buen rato, me llenan y sobrepasa cualquier otra emoción difícil que haya
podido yo sentir.
Los
abuelos de La Manuelita me muestran que el ser humano nace y termina
dependiendo de otros. Que nuestra raza
humana necesita de nuestra misma raza humana para sobrevivir. Estamos
hechos para relacionarnos y para apoyarnos. Nunca es tarde para empezar a
ayudar a otros.
Apoyémonos. Démonos
una mano.
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